martes, 30 de octubre de 2007

Enfermo.

La enfermedad se puede sentir en su habitación. Casi se puede sentir en toda la casa. Pasea por el salón con un libro y un vaso en las manos y una manta sobre los hombros. Tiene el mismo aspecto que un rey vencido. Vencido por un enemigo microscópico que se ha introducido en su ser y lo ataca desde dentro, impidiéndole apenas razonar, causándole altas fiebres y dolores musculares, sudores, escalofríos, un molesto lagrimeo casi constante, jaquecas y abundante mucosidad que le confieren un aspecto más lamentable de lo que es en realidad.

Apenas había acabado de leer la segunda página de aquel interesante libro cuando alguien le llamó por teléfono. Dudó un momento en contestar al teléfono porque sabía perfectamente quién le estaba llamando. Al final se decidió, pero en lugar de llevarse el auricular a la oreja, lo volvió a colgar. Quería comprobar una cosa; era una especie de experimento.

Y en efecto, el resultado no se hizo esperar. Ahí estaba ella de nuevo, la constancia es una de sus virtudes y nunca pierde la oportunidad de demostrarlo.

[…]

espero que te mejores y que puedas venir pronto por aquí, tengo que…, bueno…, quiero pedirte una cosa. Luego te llamo. Un beso. Y colgó.

Se acercó hasta la mesa del saloncito y apuntó en un papel la conversación que acababa de tener. Sabía que le estaba subiendo la fiebre y no quería creer que aquellas gratas palabras habían sido una febril ensoñación. Dobló la hoja y la guardó en el bolsillo del pijama. Siempre se había preguntado cuál sería la finalidad de ponerle un bolsillo a un pijama. Y creyó haberla encontrado. Unos minutos después, el termómetro corroboró su temor. 39.76ºC

Se echó en el sofá del saloncito y se tapó con la manta. Se durmió al poco de cerrar los ojos. Eran algo más de las siete de la tarde cuando se despertó. La cabeza le seguía doliendo y tenía la garganta seca. Fue a la cocina y se sirvió un vaso de leche endulzado con uno de esos repugnantes sobres de medicamento de sabor anaranjado. Se quedó un rato mirando por la ventana de la cocina, se veían pocas nubes y ya casi había anochecido.

Volvió a la lectura y pasó un rato algo distraído, hasta que hacia las ocho y cuarto sonó el teléfono. De nuevo sabía quien llamaba, pero esta vez no colgó. Ella se interesó por su estado y volvió a desearle una pronta recuperación, pero esta vez no hizo mención alguna a las intrigantes palabras de las tres de la tarde: “tengo que…, bueno, quiero pedirte una cosa”. Algo que hizo que él quedase totalmente descolocado, pues ahora no sabía si había sido él el que les había dado más importancia de la que tenían o si era ella la que ahora o bien se avergonzaba de esas palabras, o no quería darlas tanto valor.

En cualquier caso la fiebre atacaba de nuevo y no sentía que no estaba en las condiciones mentales apropiadas para especular sobre lo que ella dijo. Y lo que él había creído que ella había dicho.


S-20-10-2007.


“Recuerdo tus labios
y esos ojos que al mirar casi hacen daño”


Platero y tú – El roce de tu cuerpo.

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